Juan Bravo
LOA A JUAN BRAVO
Señor Vicerrector, señor decano, profesores, alumnos, familiares y amigos:
El narcisismo suele ser el pecado capital de los intelectuales. Solo aquellos que tienen un profundo sentido ético y un conocimiento, ajeno a la vanidad, son capaces de trascenderlo. Asociamos esa madurez a una edad provecta donde parece que hay un exilio interior del mundo. Esa feliz minoría solo llama patria a sus pensamientos, a sus libros y a sus afectos. Como el árbol en otoño, se despojan de las hojas vanidosas para volver al tronco esencial. Estoy intentando, ya os habréis dado cuenta, definir a Juan, profesor, maestro y amigo, que hoy nos honrará con su última lección magistral.
De Juan podría hablar casi de oído porque lo conozco hace treinta años. Pero no sería justo que alguien que ha dedicado toda su vida al campo de la docencia y las humanidades sea despachado con unos cuantos lugares comunes. Por eso le pedí su curriculum, para conocer, más bien reconocer, sus méritos profesionales. Y me abrumó. Si los dijese todos corro el riesgo de hacer tediosa la presentación y convertir en mármol su figura. Pero de Juan hay que decir que es, ante todo, un buen profesional que ha dado lo mejor de sí en las áreas que componen su actividad: la docencia, la investigación y la gestión.
Nació en Hellín, hace casi setenta años. Su infancia, tan machadiana, son los juegos en la huerta y el ruido de la yutera donde trabajaba su padre. A los catorce años dejó aquel paraíso infantil para trasladarse a Albacete. Fue una época dura donde tuvo que ayudar en el negocio familiar y abandonar los estudios. No fue a la universidad de manera presencial y se licenció en Filología Moderna por libre, con apuntes prestados y viajes agotadores a Valencia. Antes había conseguido los títulos de francés e inglés en la Escuela de Idiomas de Madrid. Todo ello le permitió empezar a ejercer la docencia. Ha recorrido todo el escalafón, el “cursus honorum”, que dirían los romanos, hasta llegar a la máxima categoría de catedrático de universidad. Pero antes del generalato hizo guardia en todas las garitas: las academias, la enseñanza media como catedrático en la Universidad Laboral, o la Escuela de Magisterio de Albacete.
Cómo no contar la inenarrable escena de un alumno de una de aquellas academias que, recién acabado el examen, le pide permiso para acercarse, y ante sus ojos abre el estuche de una pluma. En una letra borrosa, tan analfabeta como el muchacho, aparece un cartelito a mano que apenas se ve. Al acercarse lee, “si me aprueba, esta pluma es suya”. La picaresca española, tan querida por él, siempre presente.
En todas las vidas suele haber un camino que se bifurca. Juan tuvo que elegir entre seguir en el pequeño negocio familiar o iniciar una incierta carrera académica. En una conversación inolvidable con su padre decide dedicar todas sus energías a ésta última. Aquí empieza el calvinismo de Juan que lo convertirá en un trabajador infatigable. Todos los días, y digo todos, Juan inicia en su despacho, a las siete de la tarde y tras sus correspondientes horas en la Facultad, una jornada de trabajo que finaliza a las cinco de la madrugada. En esta redoma milagrosa fermenta su obra al conjuro de sus lecturas, emocionado por las óperas de Mozart, o el visionado de una película de John Ford. Y todo ello aderezado con unas gotitas de un muérdago milagroso: las tertulias del Chiringuito. No me extraña que solo una mente privilegiada pueda sobrevivir a este cóctel. Pues, ante todo, e imitando a Calixto en su “melibeo soy”, habría que decir que Juan es madridista, y Ronaldo su profeta. Sé que cambiaría gustoso sus cinco sexenios por otras tantas copas de Europa.
Tras el título de licenciado Juan lee su tesis doctoral en la universidad de Murcia, y ello le abre las puertas, primero de la ya mencionada Escuela de Magisterio, y posteriormente de la Facultad de Letras de Ciudad Real, donde ejerció como catedrático más de diez años. En esa época es elegido Director del Departamento de Filología Moderna, compatibilizando el puesto con la jefatura del Servicio de Publicaciones de la Universidad. Cansado de tanto azacaneo se traslada a nuestra Facultad.
Durante todos estos años ha dirigido de numerosos proyectos cuyas líneas maestras han sido la literatura comparada, la autobiografía, la novela europea de los siglos XVIII, XIX y XX, los mitos y la traducción. En congruencia, entre sus publicaciones destacan monografías sobre Sartre o Stendhal, y sus “Grandes hitos de la novela”, editada en tres tomos por Cátedra. Como traductor publica habitualmente versiones de Flaubert, Molière, Maupassant, Diderot o Fournier, siendo un referente de carácter nacional en la traducción de la literatura francesa de los siglos XVIII y XIX.
Stendhal, es su alter ego emocional, intelectual y político. A él ha dedicado su tiempo más fecundo. En él se reconoce, y a él vuelve siempre que necesita un sostén estético y moral. Stendhal decía que la novela es un espejo a lo largo del camino, y yo ahora, al repasar su currículum, veo que su relación abundante de publicaciones es la novela de un profesor escrita por capítulos, ya sea en sus aulas, en las revistas académicas o en las actas de los congresos.
No es de extrañar que siendo Stendhal su faro, siguiese el camino marcado por éste en su autobiografía, “Vida de Henry Brulard”, escribiendo la suya propia, “Frente al espejo”. “Voy a cumplir cincuenta años”, dice Stendhal, “es hora de que me conozca”. Juan es como una de esas bolitas de mercurio que cuando las intentamos coger se desplazan; algo así como el principio de incertidumbre que no permite saber a la vez quiénes somos y dónde estamos, y que paradójicamente cuanto más nos buscamos menos nos encontramos. Su adorado Sterne, en su memorable Tristram Shandy, ya lo dijo: “llevo doscientas páginas escritas y todavía no he nacido”. Por eso en sus memorias no está todo Juan, pero todo lo que está, es Juan.
Además de la academia, Juan pertenece al mundo y con él interactúa a través del artículo que semanalmente viene publicando en La Tribuna desde hace más de veinte años. Muchas veces utiliza la ironía, puño de hierro en guante de seda; otras, las más, se quita el guante y abofetea como don Quijote a los malandrines que afean nuestra vida pública. No desde la ética de la razón, sino desde la razón de la ética.
De su amor por la cultura nació Barcarola. Ya casi cien números de la que es considerada una de las mejores revistas literarias a nivel nacional. En sus páginas han aparecido originales de Juan Ramon Jiménez o Lorca. En ella han publicado los mejores poetas del mundo y sigue siendo un referente para todos los que amamos la cultura.
A pesar de su triunfo social y profesional Juan sigue siendo el muchacho desconcertado que vino de Hellín; el alumno avispado que quiere conocer el mundo para luego explicarlo; y sobre todo, el maestro que coge de la mano al más necesitado. Juan sigue leal a aquel principio de Napoleón, “la velocidad de mi ejército es la del más lento de mis soldados”. Por ello se ha preocupado más de los alumnos limitados que de los brillantes. Sólo exige como pago lo mismo que él ofrece: entusiasmo.
El cosmopolitismo de Juan no elude el localismo. Por amor a su tierra, tan escasa en escritores, nació el libro “Seis albacetenses ilustres” donde recoge las vidas de las más brillantes lumbreras domésticas. También recopiló, en dos tomos, la “Narrativa albacetense del siglo XX”, para que nuestros paisanos del futuro no dejen de valorar los frutos del pasado.
La última faceta que me gustaría destacar de Juan es la de escritor. Juan viste su pensamiento con el traje de la mejor gramática, huyendo de los transitados caminos de los lugares comunes que suelen estar hueros de ideas. Si en las obras profesionales muchas veces la máscara oculta el rostro, es en su obra creativa donde Juan se quita los atalajes del convencionalismo. “En el laberinto”, “Más allá del Rubicón” o “Páginas azarosas”, está él y su mundo, o más bien donde él y su mundo coinciden. Ya tiene terminada su última novela, “Naturaleza muerta”. Por el título se percibe ese tono elegíaco, de despedida. Juan no es inmune a lo que Jordi Llovet en su libro “Adiós a la universidad”, subtituló “El eclipse de las Humanidades”. Después de tanto luchar por la dignificación de las letras Juan siente que han sido relegadas, no solo por las ciencias, sino por un mundo burocratizado. Él siempre ha defendido la digresión como método de búsqueda y cree el aserto de que “nunca se llega más lejos cuando no se sabe dónde se va”.
Y dónde ha llegado Juan. Yo creo que a la sabiduría, un término escurridizo, separado por una delgada línea de la simple erudición. Toda su vida dedicada al estudio lo ha hecho, a pesar de su temperamento, más paciente, más tolerante y más feliz. “No hay pena de la que no me libre dos horas de lectura”, dijo Montesquieu. Las sociedades, o las personas que estudian con el impermeable puesto, llámense prejuicios o lugares comunes, repelen esta sabiduría que a Juan lo hace mejor, y por cercanía, también a nosotros.
Ahora le llega la jubilación. Ésta, en su inicio, era un rito donde los judíos, cada siete años, se ponían en paz con Dios y con los hombres. Yo he visto a Juan hacer algo parecido en estos días de mudanza interior y exterior, preparándose para el resto de su vida. La toga pretexta que dejó con su entrada en la carrera docente para coger la académica, ahora la abandona con la sensación del deber cumplido. A partir de septiembre ya no estará en nuestra Facultad, pero seguirá con la pluma y el pensamiento lúcido que siempre tuvo, a través de sus escritos.
Ahora, Juan, depende de nosotros hacer que siga fructificando tu semilla; que el saber ecuménico que siempre has mostrado, siga siendo defendido en estas trincheras, cada vez menos concurridas de las letras. Gracias por tu dedicación, tu esfuerzo e ilusión. Sé lo que has querido a la universidad, muchas veces, más que madre, madrastra. Pero sé que la echarás de menos, casi tanto como nosotros a ti.
Escuchemos con atención sus palabras.
JOSE ÁNGEL SÁNCHEZ GIL